Hacia una interpretación sensata del Reglamento de cancerígenos
La sílice, ese elemento natural tan inofensivo como ineludible en el entorno físico es cancerígena cuando se presenta en modo cristalino y en fracciones respirables. Hasta hace unos años se pensaba en la sílice como causante de la silicosis, una terrible enfermedad muy frecuente en la minería que, a corto plazo, reducía la calidad de vida de quienes la padecían y, a medio plazo, acortaba la esperanza de vida. Pero además, entre otras enfermedades, una de las consecuentes a la silicosis puede ser el mortífero cáncer de pulmón.
Así lo entendió el Parlamento de Europa que, en una Directiva de 2017, basándose en evidencias científicas que demostraban el carácter cancerígeno del polvo de sílice, relacionaba las actividades productivas que conllevaban exposición al polvo respirable de sílice cristalina generado y establecía un valor límite de exposición.
Obedeciendo a la Directiva antes citada (DUE 2017/2398) el Gobierno de España en 2018 añadió en la lista del Reglamento de enfermedades profesionales el polvo de sílice libre como agente cancerígeno en la fabricación de cerámica, vidrio y refractarios, entre otras actividades industriales, donde ya figuraba como agente causante de la silicosis. Posteriormente el Gobierno -ya del PSOE- modificó el Reglamento de cancerígenos, estableciendo el valor límite ambiental de polvo de sílice en 0,05 mgr/m3 e incorporando la obligación de que los trabajadores expuestos a sustancias cancerígenas como la sílice dispusieran para asearse de 10 minutos antes de cada pausa para el descanso o al concluir la jornada.
El hecho del reconocimiento como cancerígeno, el bajo límite de exposición y los 10 minutos de limpieza causaron un gran revuelo en las industrias cerámicas, tanto en la artística como en la industrial como en el refractario. Y, aunque también en los procesos de fabricación de vidrio plano existe riesgo de exposición, al tratarse de instalaciones con escasa presencia de personas, el problema fue sustancialmente menos serio. Y por lo que se refiere a la transformación de vidrio, como quiera que se trabaja con sílice “no cristalina”, salvo en los acabados con chorro de arena, los cambios en la legislación no tuvieron repercusión alguna.
Así pues, el Reglamento para la protección contra cancerígenos impone una lista de obligaciones para las industrias potencialmente expuestas. Además de los mencionados 10 minutos de limpieza, corresponde a la empresa proporcionar y limpiar la ropa de trabajo, disponer vestuarios independientes, instalar procesos productivos preferiblemente cerrados y, por supuesto, limitar a 0,05 mgr/m3 la exposición diaria a sílice cristalina respirable, cantidad tan pequeña que cuesta imaginarla.
El nivel de exposición máximo, lo que técnicamente se denomina VLA (valor límite ambiental) es una de las claves de la normativa alrededor de la sílice. Sin embargo, el Reglamento establece una serie de obligaciones independientemente de que se supere o no el VLA. Por ello, aparentemente es suficiente con que la empresa se halle encuadrada en la lista de actividades con ambiente potencialmente cancerígeno para estar sujeto a las pautas del Reglamento.
No obstante, parece absurdo que en una instalación industrial donde, por la manera en que se desarrollan los procesos, la emisión de contaminantes sea nula, se haya de lavar la ropa de los empleados o se les haya de proporcionar tiempo para limpiarse de una sustancia que no les ha contaminado. Además, ha de tenerse en cuenta que la sílice es tan frecuente en la corteza terrestre que probablemente en muchos ambientes no industriales haya más sílice en suspensión que en las industrias y, sin embargo, razonablemente no estamos en alerta ni atemorizados cuando paseamos por un arenal porque la silicosis no se contrae fuera de ambientes productivos.
Partiendo de la base de que la preservación de la salud es una condición sine qua non en cualquier trabajo, la sobreprotección o los efectos iatrogénicos han de considerarse. La competitividad de las empresas no sirve únicamente para beneficiar a sus socios capitalistas sino que también conlleva puestos de trabajo, distribución de la riqueza, mejor alimentación y medicamentos, etc…, en definitiva salud, que es justamente lo que se quiere cuidar con el Reglamento contra cancerígenos. Los requisitos superfluos o las infraestructuras innecesarias pueden afectar a la competitividad de una instalación industrial y comprometer su viabilidad y no servir en absoluto para preservar la salud.
Por otra parte, el uso de mascarillas, de botas, de uniformes o de cascos no es inocuo, porque unas dificultan la respiración, otros aumentan el estrés térmico y el cansancio, de manera que su utilización ha de justificarse en que existe un riesgo que, de materializarse cause un daño mayor que la molestia que supone llevar el EPI.
Hacia ese punto de sensatez donde se encuentren preservar la salud del trabajador y la viabilidad de la empresa han de encaminarse las administraciones, los agentes sociales, los jueces, los trabajadores y los empleadores. Y esta línea, el Instituto Valenciano de Seguridad y Salud en el Trabajo (INVASSAT) está desarrollando un encomiable trabajo de audiencia a los sectores cerámicos para determinar cuál es la interpretación de la norma que garantice la salud de los trabajadores sin caer en un exceso de celo perjudicial para los talleres e industrias cerámicas.
Que, como dice el muy inteligente artículo 3 del Código Civil, se interprete el Reglamento de cancerígenos según su literalidad, pero teniendo en cuenta el contexto, los antecedentes, la realidad social y su espíritu y finalidad.